11.11.07

Preparar una clase yendo hacia la mugre. (1 de 2)

Creo este peregrinar empezó cuando aún no sabía que estaba por empezar mi marcha, es decir, ayer, en la tarde-noche, más específicamente. Si tuviera que elegir un punto de inicio, escogería el mazapán que apareció sujetado por los limpiadores del parabrisas de mi auto. Es el segundo que me dejan, el primero estaba en mi paquete de catálogos y constancias que me dieron en la bienal de arte de Toluca la cual tuvo lugar recientemente. Creí que el mazapán había caído accidentalmente en mis cosas, pero ahora es claro que alguien me está dejando estos dulces. Atinadamente, ya que es de mis golosinas preferidas, si bien esto no lo había comentado con nadie de estos rumbos.

Tras detenerme en la carretera a sacar el mazapán de su sujeción, viajé a la capital y me dirigí a recoger a mi novia cerca de la avenida Reforma. Como llegué temprano a la cita, entré al café la Habana. Famoso y antiguo, este café realmente no tiene nada especial. He entrado, sin embargo, a observar a la gente asidua. Siempre se me ha figurado que es un café de periodistas y de adictos severos a la cafeína, la nicotina y al pan dulce. Pedí un “americano especial”. Un café fortísimo, al menos más de lo que esperaba. También fumé dos cigarros, arrepintiéndome de eso y la cafeína una media hora después porque comencé a sudar frío y a sentirme irritable.

Tal irritación me llevó minutos después a discutir con mi novia. El café me hizo criticarle todo lo que pude. La dejé en su casa y me encaminé a la mía. Llegué a mi departamento con una cierta dosis de soledad. Más tarde conversé con mi hermano por teléfono y como él tenía aún peor humor que yo, colgamos, dejándome un mal sabor de boca. Tan amargo como el café especial. No tardé mucho en irme a la cama, albergando la sospecha de que hoy, o sea, mañana, el día sería menos fácil que otros.

Despierto no muy tarde con la conciencia de muchos trámites por hacer. Hacienda, aguinaldo, cartas de “no adeudo”, banco, etc. Ninguno es realizable en mi estado. Todos requieren que tenga paciencia y aceptación, cortesía y todo eso. Tomo un café tratando de convencerme de iniciar mi lucha burocrática, hasta que encuentro que uno de mis cheques por cobrar no está debidamente llenado. Mañana seguramente me lo cambiarán por el correcto, tengo muchos otros trámites que puedo hacer pero la frustración que me invento por ese nombre incorrecto en el cheque se convierte en el pretexto idóneo para no pisar ni un sitio de burrocracia. Los astros tramitológicos me han enviado su señal, no es día para estos menesteres. Ni siquiera intento llamar a Toluca para explicar la situación, eso sería gastar dinero, al fin que mañana puedo pasar a la administración de cuerpo presente.

Tras una rápida ducha salgo a la calle, sin saber para qué, no puedo seguir encerrado. Subo al pesero Insurgentes-Aeropuerto y bajo en el café El Jarocho, cerca del metro Coyoacán. Pido un moka tibio y me siento en la fría banca de hierro. Enciendo un cigarro. Echo mano a uno de mis cuadernos, a veces escribir me tranquiliza. Sí, estoy intranquilo, nervioso, muy ansioso. Uno de mis asuntos pendientes es preparar la clase de “arte conceptual” para mañana. Me doy cuenta que deseo que esta clase no sea el resultado de un hábito escolástico europeo. Acostumbramos proyectar diapositivas electrónicas de pulcras piezas y eventos artísticos enmarcados por un espacio despejado, controlado, escenificado. Objetos de arte en un museo, como la cruz en la iglesia. Usualmente voy a una biblioteca donde puedo documentar un libro y compartir su contenido con mis alumnos. A veces, también, ellos hacen lo mismo cuando se les encarga exponer un tema. Investigaciones Estéticas en CU, Casa de Francia, Internet. Libros, catálogos, videos, clasificados, formateados. Hoy no, gracias. Vivo en México y sus calles son desordenadas y sucias, todo lo contrario a la urbanización de Europa. No es posible depurar esto en una instalación inerte en un museo. Fumo otro cigarro, sigo en El Jarocho, pensando a dónde dirigirme. Sé que lo que haga en las siguientes horas será lo que llene mi concepto “preparar clase”. Pero sé que también pienso en la mugre. En este local de café con hongos, en la ceniza de mi cigarro adhiriéndose a mis pulmones, en el vendedor de periódicos frente a mí al final de su mañana, él sucio de días sin acceder a un baño completo, en el piso de cemento manchado de gotas derramadas apenas te sirven tu vaso, en el lodo que olemos el cual el ayuntamiento extrajo de una coladera para nunca llevárselo. Mugre por todas partes, soy mugre y quiero ver más.

Ingreso al metro por Coyoacán y voy rumbo al norte. Por unos minutos mi deber burocrático me reexige de nuevo pero lo eludo sin mucha dificultad. Al metro Hidalgo y basta. Sé que aquí comienzo a preparar mi clase y no voy por un libro ni por un video cultural ni a investigar en la red ni confío en lo que expondrán mis alumnos la próxima clase porque sus discursos les quedan iguales a los míos. Desde aquí importa mucho poner atención porque el universo va abrir una puerta en cada atisbo de mi ojo.

Entre Centro Médico e Hidalgo un vendedor intenta vender la versión pirata de la investigación de La Jornada sobre la matanza de Tlatelolco. Como hoy no voy a gastar ni en libros ni en copias, tengo presupuesto para tomar ese documental. Pago diez pesos. La chica a mi lado también. Espero que el disco no esté en blanco.

Desciendo en la estación Hidalgo. Tiene muchas salidas hacia distintas calles y si supiera a dónde voy importaría elegir la adecuada. No sé a donde voy, por lo tanto elijo al azar. Saliendo encuentro a mi izquierda el altar erigido para la virgen que apareció en las baldosas del piso interior de esta estación. Es una filtración pequeña que adoptó tal figura entre las vetas del mármol hace unos años. Objeto de verdadera adoración por parte del pueblo, el gobierno decidió retirar las baldosas involucradas y montarlas afuera. Tras admirar el milagro, leo la nota de agradecimiento en la base. Al parecer el INBA puso monedas de su bolsa para la remoción de la virgen y su instalación del altar. No sabía que el Instituto fuera tan religioso. Virgen de mugre, pienso.

Estoy cerca del antiguo edificio de la Escuela Superior donde estudié, La Esmeralda. Camino hacia allá. ¿Qué uso tendrá ahora el edificio? En el camino, cruzo miradas con un indigente claramente drogado. A mi juicio él duerme en la plazoleta junto a la virgen de mármol. También veo un joven de aspecto tenebroso sentado en la caja de una pick-up. En su camiseta se lee: BARBIE ES UNA PERRA.
Entro a la calle del edificio que busco y la encuentro sin pavimento, con una enorme máquina de pavimentación descansando en una de las aceras. Un niño se aleja de una escuela y parándose en sus puntas de pies trata de tocar una cornisa con su cabeza. La roza ligeramente con una gracia inesperada. Me acerco a la puerta del edificio y fisgoneo, pero no logro saber las nuevas funciones del edificio. Dos policías viejos y malencarados hacen que yo desista de elaborar cualquier pregunta.

A unos metros está el panteón de San Fernando, es muy bonito, se los aseguro. Recuerdo la ocasión en que presencié la filmación de un video musical, entre las tumbas se podía ver a Arjona, cantante guatemalteco nada desconocido en México. Frente al panteón hay unos tres hoteles separados por algunas casas y departamentos. Putas en la calle ofrecen sus servicios. Camino a paso constante pero no muy rápido. Paseo. De nuevo, un indigente, éste está tirado en su cama de cartón. Extiendo mi mirada detrás de él y veo que aún hay algunas ofrendas del Día de Muertos. La iglesia junto al panteón está cerrada. Enfrente de ésta se halla una plaza de dimensiones generosas. La tarde está soleada, con temperatura y viento templado. Cruzando la calle está un expendio de aguas y nieves, ahí alguna vez compré agua de guayaba muy fría, cuando estudiaba el primer año de la carrera de artes. Me viene a la mente el cine de películas seudopornográficas que visité con Leo, un compañero, como experiencia antropológica y como mirones de 21 años de edad. Debe estar por aquí. Pero no lo hallo.

Cruzo la plaza. Personas en las bancas platican como todos los días desde que se inventaron los parques civilizados. De pronto, una señora joven le tira golpes a un señor francamente viejo. Otro golpe. Él se levanta y le tuerce el brazo, manita de puerco, como decimos los mexicanos. La tira al suelo. Ella se defiende y al suelo el señor también. Más ágil, ella se incorpora y comienza a patearlo. Por fin él logra levantarse y se separan un poco aunque repartiendo todavía torpes puñetazos. Se acerca un muchacho y le propina un golpecito malvado al viejo. Intervienen otras personas y tratan de finalizar el pleito. He mirado toda la escena seguro de que he visto una puerta abierta más. Volteo a la derecha, a punto de reemprender mi marcha. Veo un viejo orinando una de las jardineras que flanquean una estatua del parque. No parece avergonzarse de que lo vean, si bien no lo está haciendo en la parte más expuesta del sitio.

Regreso hacia el metro Hidalgo, pensando en caminar hacia la Alameda. Antes de dejar este barrio, compruebo que todavía está la fonda de los sopes ultrapicantes que conocí antaño. Pasos adelante un ropavejero ofrece su magra mercancía sobre una sucia tela. Me llama la atención un retrato en pintura de Cristo montado en marco dorado. Está representado con la corona de espinas, las gotas de sangre y una mirada casi hacia el cielo. Últimamente el mito de Cristo me es interesante, porque involuntariamente mi look se ha ido haciendo similar al suyo, tal como lo muestran las efigies. Pienso en su edad de muerte, 33 años, mismos que cumpliré el próximo el 21 de noviembre. Pregunto al ropavejero cuánto pide por el retrato. 120 pesos. Imposible para mi bolsillo. ¿Cuánto ofreces?, me dice. Le respondo: Paso luego, gracias.

Comienzo a sentir hambre. Como un recuerdo más de mi época como estudiante de estas colonias aparecen las tortas León, pero coincidentemente hace unos días mi novia me sugirió comer ahí. Así que hoy no pienso repetir esa comida. Ya comeré más tarde.

Desfilo por la Alameda Central, rodeando sus fuentes fastuosas y llenas de agua color ocre. Más bancas de parque, donde personajes solitarios esperan o desesperan. Un viejo lee una revista y se acaricia el vientre bajo, casi masturbándose. Respira con dificultad. Un joven delgado, maquillado y reuniendo otros rasgos convencionales de la homosexualidad asusta a los paseantes. Se termina la plaza y voy llegando al Palacio de Bellas Artes. Enfrente, al lado de la Torre Latinoamericana, se ubica un hermoso edificio de inspiración Art Deco. En la planta baja se halla una sucursal de las librerías Gandhi. El building entero se anuncia en renta. Espero a que el semáforo me deje cruzar el Eje Central. Un transporte colectivo intenta entrar a las calles principales del Centro Histórico, pero tres policías se lo impiden. Habiendo ya entrado medio vehículo, el chofer se ve en la necesidad de dar reversa creando un poco de caos vial en este que debe ser uno de los cruces más concurridos de la capital. Una bicicleta adaptada para vender nieves de sabor se detiene en medio del paseo peatonal. Aunque estorba, no se mueve, como si el ciclista afirmara que su transporte no está para maniobras innecesarias como las del colectivo. Paso a un lado.

Me dirijo a la zona de cafeterías de la calle K. Como alternativa podría comer en el McDonald´s de unas calles más adelante en Motolinia. Sin embargo, no quiero reactivar mi vicio de comer hamburguesas gringas. En el Starbuck’s, también estadounidense, observo un poco a un tipo de ropa bien cortada y, al mismo tiempo, muy desaliñado, quien parece disfrutar mucho su café y la vida, con el rostro típico de la esquizofrenia delirante. Decido comer una baguette en el Café K. Esperando mi orden, recuerdo que en este café esperé más de una vez a una persona que conocí bien como amante. Un café aquí con esa persona era casi siempre un preludio y una negociación para entrar juntos al hotel más cercano. Preludiar para evitar sentirnos demasiado sexuales, negociar para convenir si se trataría de una noche o de unas cuantas horas. De mis cavilaciones me sacan los comensales de la mesa próxima. Hombres de negocios, uno de ellos francés, a quienes ya había visto por aquí. Su modo de hablar yuppie me los hace tan extraños como al esquizofrénico. La mesera me trae mi baguette y una naranjada tan verde que le pregunto si es limonada. Me dice que no, es muy amable y la bebida no sabe mal. Ella se va y miro su trasero. Me imagino invitándola al hotel.

4 comentarios:

caquita dijo...

uuuu alguien le deja mazapannnnnnnnnnnnn
corazon de mazapan

al leer no pude evitar recordar la peli de ammmmmmm chin creo que se llama noche..una italiana de los anos 60


no no me equıvoque estos teclados turcos no tienen acentos ni comas ni ene esa que sıgue de la ene jajajjajajajaja

Anónimo dijo...

"Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo; nací en el Equinoccio, bajo las hortensias y los aeroplanos del calor". A todos nos llegará el viaje en paracaídas.

Luciano dijo...

gracias

Yuneka Cómits, Inc. dijo...

Luxiano, Luxiano...
Leí tu post hace ya días, y me tardé en publicar un comentario que te comentara que comenté tu post con Ricardo Chacal y manda comentarte que tu estilo de clase es güeno; es chido, nunca cambies, a nosotros nos gusta, y si siguieramos yendo a la escuela y nos dieras clase, iríamos con mucho gusto. Fin del comentario.
Otro comment tardío: Sabías que te había elegido de direitor de tesis? La triple alianza no lo permitió... y fin del comentario tardío. Salud.